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Pulsión ¿enfado o autorregulación?

Frente a cualquier estímulo, en el espacio de un latido se producen multitud de cargas y descargas neuronales. La pulsión inicial, en la que convergen instinto, impulso y sabia intuición sobre lo que necesitamos, nos invita a reaccionar sin embargo con visceralidad, interpretando a la velocidad del rayo que es “lo que más nos interesa”. En esa primera lectura, dictada por la supervivencia, siempre subyace un juicio sumarísimo en el que prima el egocentrismo.

Frente a cualquier desengaño, por ejemplo, lo más primario es tirar de mecanismos neuróticos: la reacción de culpa (retroflexión) crítica (proyección) o represión que niega y arriesga a futuras somatizaciones. Ahí no valen consejos ni reflexiones, prima el “Yo sí sé. Tú no sabes.” (lo que me pasa, y cómo he de resolverlo) Carta abierta para que campen a sus anchas todos los sentimientos infantiles carenciales (espiritualidad pueril incluida)

Pero si somos capaces de abrir brecha y darle un mayor espacio a nuestro enfado, tal vez podamos sacar verdadero provecho a la situación. La clave pasa por decirse: “Cuando él/ella dice/hace (o cuando me pasa esto o lo otro)… yo siento…(emoción) porque eso me conecta con… (un pasado, una experiencia, una creencia) y sí, eso me hace ver que yo necesito… (sentir…)” Esa es sin duda la vía que nos permite pasar del enfado al crecimiento y la autorregulación.

El enfado debería ser pues una alerta para ver qué me está pasando, qué me pasa A MÍ, AQUÍ Y AHORA, con esta situación (de conflicto, de aburrimiento, de abandono…) siendo siempre conscientes de que “la herida” es antigua, y es nuestra; el otro, en todo caso, no hace otra cosa que tocarla (y recordárnosla)

El ejercicio terapéutico pues, es siempre acompañar y “darnos permiso” para sentir ese dolor nuestro, genuino y totalmente lícito. No consolar, no cortar la emoción y tapar “la herida con algodones”, sino evidenciar que ahí tenemos un trabajo a hacer, un duelo a transitar.

Valorar y juzgar lo hacen los jueces, el resto de los mortales lo que hacemos es interpretar y opinar, pero ni una cosa ni otra gusta a nadie, porque todos tenemos en cierta medida de niños una herida de juicio imperativo, y una necesidad, no del todo cubierta, de amor incondicional. Por lo tanto, se trata de amar más, salvar menos, acompañar y escuchar más, valorar y juzgar menos.

La compasión fruto de esa comprensión es lo que nos permite pasar del egocentrismo a la generosidad, de la neurosis a la ascesis (“práctica encaminada a la liberación del espíritu y el logro de la virtud”, según la RAE ?)

Photo by Mikail Duran on Unsplash

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  1. Manuel, en este post se evidencian muchas necesidades y muchas oportunidades para resolverlas.
    Para mí, lo más importante es separar sentimientos de los pensamientos. También reconocer que cuando necesitamos manifestarnos sobre algo que ha quedado poco específico, sabemos que el interlocutor espera más empatía sobre aquel tema o pregunta. Y en efecto, la compasión es esta ayuda
    sin límites que nos permite recuperar cualquier normalidad ante todo enfado generado previamente.
    Pero, quizá la empatía, comprensión y escucha activa resuelven a menudo parte de los conflictos y/o
    enfados.

    1. Gracias María. Coincido plenamente contigo. Creo que hay ahí un tema terminológico. Cuando yo hablo de compasión no me refiero tanto a la caritativa compasión judeo-cristiana como a la compasión budista, que, efectivamente, entronca mucho más con una profunda empatía solidaria, y por supuesto una escucha activa tanto de nuestras voces interiores como de las de los maestros que nos rodean. Namasté.