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Tener razón no te hace feliz.

Invariablemente cuando alguien nos pregunta ¿Tú qué prefieres tener razón o ser feliz? la respuesta es ser feliz. Pero en la práctica, una y otra vez, persistimos en el empeño de demostrar que nuestra opinión debe prevalecer sobre el haber disfrutado de una sana conversación o incluso una mesurada confrontación.

No sabemos poner límites a nuestra incontinencia verbal. Hablamos, opinamos, debatimos, discutimos, nos enfrentamos y nos enfadamos sin darnos cuenta de que nos pasamos seis pueblos.

Con ello no pongo en duda la importancia del pensamiento crítico ni la defensa de nuestro particular punto de vista, pero sí la “imperiosa necesidad” de convencer o mejor dicho de vencer al otro.

No sé si es sólo cosa mía, pero en las cuestiones más controvertidas, en las que yo me posicionaba en un extremo y mi interlocutor en el otro, mi cambio de bando raramente fue de inmediato, y mucho menos por imposición o arrebato. La famosa dialéctica hegeliana de Tesis Antítesis Síntesis ya preconizaba que ese final crecimiento no era posible sin mediar una maduración personal y temporal.

Entonces ¿Por qué nos empeñamos no ya en tener razón, sino en que nos den la razón a título de rendición?

A mi sólo se me ocurre una explicación: situamos el pensamiento por encima de la emoción y damos rienda suelta a la pulsión más visceral. Es decir, pasamos de la A (mental) a la C (visceral) sin reparar en la B (emocional)

Si atendiéramos más a nuestra emoción, si prestáramos más atención a la emoción del otro, no sólo aprenderíamos que la “musicalidad” (el tono, el volumen y la intensidad del discurso) están por encima del contenido en cuanto a importancia sobre lo que se desea transmitir, sino que facilitaríamos el que primara la felicidad y el enriquecimiento mutuo sobre la “lucha victoriosa”.

Es consabido que sólo la emoción lleva a la acción (No emotion. No motion) pero lo olvidamos con extrema facilidad. Si lo tuviéramos más presente sabríamos que de nada sirve vender, vencer o imponer, y que lo bueno es ayudarnos mutuamente a madurar, matizar y afinar.

En ese cambio de actitud, en ese cambio de chip, subyacen muchos otros cambios: el valorar el proceso por encima del resultado, el proteger nuestra ávida mente zen mente de principiante del ruido y la contaminación mediática, y el integrar escucha empática y asertividad tolerante.

En fin, te invito a que cuando te veas entrar en un proselitismo beligerante, una discusión acalorada o un debate sin sentido, le concedas un espacio de silencio a la felicidad. Aunque parezca sinrazón, en esa brecha, en ese “no entrar al trapo” se esconde la felicidad. No te la pierdas.

Foto de Timothy L Brock en Unsplash

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  1. Buenas tardes,

    Vaya pregunta tan extraña…nunca me la han hecho, pero por otra parte no veo la disyuntiva, no.son incompatibles.

    Por otra parte en una confrontación dialéctica, los oponentes no buscan que el otro le dé la razón, básicamente el objetivo es vencer argumentalmente al otro para convencer a la audiencia o poner una pica en Flandes, poco a poco horadar las creencias del otro para que llegue a cuestionarse, en un momento ulterior, su postura.

    Eso si e trata de cuestiones importantes, cuando los temas son banales, como si dos famosos se separan o se lían, ciertamente no tiene ningún sentido la más mínima confrontación

    Buenas noches y feliz descanso

    1. Gracias Meri.
      Por supuesto que no son incompatibles. La propuesta es qué hacer, o cómo escoger, cuando se da esa disyuntiva: ¿Es mejor insistir en nuestros argumentos o dejar que el tiempo decida quién iba mejor encaminado?
      En mi opinión, insistir en nuestra verdad redunda en evidenciar nuestras dudas. La verdad no requiere defensa, es puro principio de realidad.
      Pero no discutiré sobre ello. 😉