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El trauma del niño de trapo (modelo de proyección parental)

Mucho se habla y con razón del trauma que provocan los abusos físicos por parte de padres u otros adultos a niñas y niños de corta edad, pero a raíz de la lectura del libro “El drama del niño dotado” de Alice Miller se me ha hecho patente el olvido del trauma de esos otros niños que, si bien no sufrieron violencia física, sí fueron objeto de proyecciones tan potentes que perdieron desde su más tierna infancia toda libertad de expresión.

Estoy hablando de los niños objeto, niños que no fueron vistos en su necesidad infantil y que “crecieron demasiado rápido” apuntando a un modelo ideal prefabricado por sus propios padres, probablemente víctimas a su vez de una “cadena perpetua” de exigencias arrastrada de generación en generación. Niños juguete que parecían nacidos para que los padres pudieran actuar como salvadores/perseguidores justicieros y que, al amparo de la cultura del esfuerzo, instituían sobre el menor una pretendida épica que vinculaba la victoria con el sacrificio, el placer con el dolor y el disfrute con la culpa.

Todo ello me ha llevado a rescatar los apuntes de uno de mis “impacientes” al que le he pedido me permita publicar sin nombres ni alusiones directas lo que en su día fue todo un alegato:

“A los 16 años mi madre se vino con mi abuelo a la ciudad para trabajar dejando a mi abuela y mi tía en la casa familiar del campo. Dormían en el suelo como podían hasta que les alcanzó para poder pagar una pensión y agarrar una cama. Supongo que eso forja carácter, y esa dureza no la olvidó en toda su vida.

Cuando muchos años más tarde tuvo que afrontar las dificultades de convivir con un marido menos trabajador y dos hijos que alimentar, recurrió a la épica parental aprendida y trabajó incansablemente hasta hacerse con un buen patrimonio. Fue entonces cuando nací yo, fruto evidente de una falta de precaución, puesto que la relación entre ellos estaba notablemente deteriorada.

Las dudas entre abortar o dar a luz parece que fueron terribles, pero finalmente se impuso la idea de que tener un hijo tan pequeño en relación a los otros dos podría procurarles un buen seguro de cuidado para cuando ellos fuesen mayores.

Unos pocos años más tarde, la desgracia se cebó en nuestra familia y una enfermedad fulminante acabó con la vida de mi hermano mayor. Yo tenía entonces 6 años y me convertí en su relevo. De hecho, aún hoy me llaman por su nombre en el pueblo.

He estudiado lo que mis padres quisieron, he intentado ser la alegría que ellos necesitaban, he vivido la vida que ellos deseaban y no les culpo por ello, pero sí que ahora, a los 50 años y tras la muerte de mi madre, me doy cuenta de que no he sido más que un muñeco de trapo, y no quisiera que mis hijos fuesen herederos de esa condena. Ojalá que todos esos esfuerzos, esa lucha ancestral, sirva para romper con tantas proyecciones y hacerlos más libres y sensibles.”

Foto de Volha Milovich en Unsplash

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  1. Es más fácil achacar la responsabilidad de nuestros actos a los otros que a uno mismo. Conozco a uno que ha tenido una vida calcada a la del “impaciente” y cuando habla respecto de sus estudios y su anterior trabajo, que al parecer fueron los que querían sus padres, transmite entusiasmo, lo que me hace pensar si, siendo posible aquello, no era también acorde con sus gustos.
    Las situaciones traumáticas condicionan nuestra forma de ver el mundo. Con dos hijos mayores que podían ayudarles en su vejez, y con un buen patrimonio, ¿no verian al tercer hijo como un regalo? Pero luego llega el drama de perder a un hijo, y los padres no lo saben afrontar, y el hermano pequeño, que es de corta edad cuando ello ocurre, se construye su historia, no es capaz de entender lo que les ocurre a sus padres, y sus padres no se dan cuenta de las necesidades del niño. Probablemente esta identificación con el hermano fallecido venga del propio niño y en su mente, al menos inconsciente, esté que debe cubrir ese vacío de sus padres. Estos por su parte, quizás se encierran en la pena, sin aceptar la alegría del hermano fallecido, y arrastrando al hijo pequeño a esa pena perpetua.
    Evidentemente que la responsabilidad era de los padres, no supieron escuchar al hermano mayor en su enfermedad y antes de morir y tampoco al hermano menor. Y este creció con la idea de que había de sustituir al hermano fallecido, pero y si esto ¿nunca hubiera estado en la mente de sus padres?

    En cualquier caso nuestra experiencia como hijos nos puede ayudar en no caer en lo que creemos errores de nuestros padres en relación a nuestros hijos, caeremos en otros errores que nuestros hijos ya se encargarán de reprocharnos directamente o cuando escriban en su blog respecto de sus traumas de la infancia

    1. Gracias Meri. Sin que sirva de precedente coincido contigo al 95% 😂😂😂
      El 5% de discrepancia podría estar en el grado de inconsciencia en que todo esto se mueve y que no admite diagnósticos radicales 😉